jueves, junio 12, 2008

Se llama Madrid (I)


Madrid es una mina con mucho carácter y caderas a medida de mis manos. Al momento de conocernos me agarró con las defensas bajas, como les gusta hacer a las minas con carácter.
Aterricé en Barajas sin la expectativa que alguna vez imaginé que tendría el día que pisara por primera vez otro continente. Las horas de vuelo y la cadencia de la nada que contagian los aviones me hicieron blindar contra cualquier artilugio de la emoción.
Como bien corresponde a esta clase de mujeres me hizo saber vertiginosamente que conocería de movida lo peor de su carácter. A metros de la puerta del avión, en la manga del aeropuerto, un policía vestido para ir al Golfo Pérsico acompañado por un perro grande y deforme que olía y miraba de lejos me dieron una bienvenida extraña. El día nublado, seguramente, me hizo pensar que el perro olfateaba droga y el policía, necesidades. Una impresión similar me llevé minutos después en migraciones a partir del momento en que el cartelito amarillo me indicó que podía pasar por uno de los mostradores mezcla de caja de supermercado con una de banco y puesto de peaje. Elevado física y espiritualmente detrás del pequeño altar primermundista me esperaba un español medio, de ojos claros y el gesto típico de quien hace una tarea que le deja secuelas cuando vuelve rumbo a su casa. Cual ridículo juicio exprés tuve que “probar” que mi intención no era hacerme con el paraíso europeo sino todo lo contrario: dejarles mi modesto purgatorio mensual actual y de los próximos tres años en sus arcas turísticas para volver con el rabo entre las patas al Tercer Mundo.
Finalmente, vencido pero aliviado con su sello me abrió las puertas de España y de un continente.
Con ese primer contacto, Madrid, feliz de lograr sus objetivos, quería aún probarme un poco más para asegurarse de mis sentimientos.