jueves, febrero 28, 2008

Ese final


No le quedaba más remedio que caminar para sacarse ese estado desagradable que tenía en todo su ser. Los árboles de Parque Rivadavia lo vieron pasar y hasta parecieron respetar las cavilaciones en que iba inmerso. Si alguien le hubiera preguntado en ese momento que sentía, casi con seguridad que como respuesta se hubiera llevado nada más que una mueca de esa cara inexpresiva. No había palabras, no había formas de explicar aquel desconcierto en el que se hallaba sumido. Sólo sabía, y esto lo tenía bien en claro, que acababa de escuchar el final de una historia que resultó ni buena ni mala, la conclusión de un cuento que merecía un final redondamente feliz o, en el peor de los casos, haberse encontrado de frente con la palpable rugosidad de los acontecimientos maltrechos. Nada de esto pasó. Sólo escuchó un final. Por esa misma razón no tenía bronca, dolor ni amargura. Muchos menos felicidad. Ningún sentimiento de esos que son comunes a todos cabía en su cuerpo. Ese vacío era mucho peor que cualquier herida.

lunes, febrero 11, 2008

Ratones en el colectivo


Subió al colectivo como si nada en el mundo importara más que eso que llevaba entre las manos. Haciendo un equilibrio bastante aprendido por la práctica misma, logró concentrar sus movimientos en sacar el boleto frente a la máquina. Una tarea nada sencilla si se tiene en cuenta que lo que llevaba entre las manos era una cuadrada caja de vidrio con dos revoltosos hamsters adentro y la maniobra propiamente dicha le exigía, además, una pericia importante por los sangoloteos epilépticos de un colectivo que nada tenía que respetar sobre las siete de la mañana del verano porteño.
Ella, que no era vistosa, pero si muy segura, tomó el boleto y caminó por el pasillo con aire triunfal, con el papelito metido entre los labios y en sus cejas el gesto desafiante que avalaba esa poco común tarea de trasladar ratones en un transporte público, a primera hora del día, y sin en el menor recaudo para ocultarlo de la inquisidora mirada de todos y de la posibilidad, siempre latente, de que alguna vieja con el día avinagrado o el espíritu irreparablemente jodido, le pidiera al chofer que bajara de la unidad a semejante demostración de mal gusto metido en aserrín.
Ella, sabiendo que su misión estaba cumplida, se sentó en un asiento de la fila de dos y dejó reposar, ahora si, la caja sobre su regazo. Los hamsters, intuyendo algo, supongo, se perseguían nerviosos uno al otro, ignorando la rueda metálica que en otras horas les serviría de esparcimiento y actividad física.
Todos, absolutamente todos los que estábamos ahí, perdimos noción del tiempo y el espacio durante los minutos que duró ese modesto espectáculo. Todos, también, nos dimos cuenta de que envidiábamos la actitud de ella. Y algo peor, al menos por una ráfaga de segundos todos tuvimos ganas de ser la vieja del espíritu irreparablemente jodido.