viernes, octubre 16, 2009

Julia (I)


Julia me quebró cuando me preguntó ¿tienes hambre?, extendiéndome su mano con un sándwich que ya llevaba comido la mitad. Hacía instantes nada más el sol había caído a pedazos sobre todo el verde que hay al dejar atrás Burdeos. Los dos habíamos subido al micro una hora antes en ese remedo que hay como estación atrás de la Gare Saint Jean.
Yo ya la había visto, llegué antes que ella a la parada y era imposible que pasara desapercibida. Venía acompañada por seis o siete chicos más y los abrazos y los gritos hacían que los pocos que esperábamos giráramos la mirada hacia ellos. Julia no es alta. Y lo era aún menos al lado del pibe que parecía estar más atento que el resto a su despedida.
Aburrido como estaba y con el culo helado de estar sentado sobre un murito de cemento, se me ocurrió como entretenimiento modesto ponerles nacionalidades a Julia y sus amigos.
Una flaca con anteojos y ojos celestes, muy blanquita, que esperaba con un tipito también muy flaco me hicieron pensar que obviamente eran franceses. El era muy francés cuando le miré los pies, que iban sin medias con toda su blancura y venas azuladas metidos en un par de mocasines. Ellos parecían muy paternales con Julia, a pesar de que parecían parejos todos en cuanto a la edad. Había un negro también. Imaginé que era francés y que viajaba. La chica de calzas marrones y remera larga con la inscripción “I love my boy” era española. No me dejó adivinar nada porque cuando vio a Julia gritó con mucho acento andaluz un “que passsa guaaapa”. Su “boy”, por ende, también tenía altas posibilidades de ser español. Entre tanto, el chico que acompañaba a Julia parecía un robot y le llevaba por lo menos tres cabezas. Me sorprendió la rectitud de todos sus rasgos y la impotencia que irradiaba, pero que a la vez pretendía trasnmitir que tenía todo bajo control. ¿Sería el novio de Julia, o por lo menos algo asi?.
Julia hablaba español y las veces que intercalaba el francés lo hacía despacio y seguidamente miraba nerviosa la reacción de su interlocutor. Las palabras parecían ser más rápidas que su comprensión del idioma.
Minutos después finalmente llego el micro que venía de Paris. Partimos. Un rato más tarde, hablamos…

La noche que la matamos


* Por esas cosas accidentales de la vida mandé este texto hace unos meses a una selección de la Editorial Dunken. Vaya a saber que tendrían en la cabeza estos tipos que a pesar de todo lo eligieron para participar del libro de cuentos “Manos que cuentan”, publicado este año. A modo de autohomenaje, autobombo y demás autos, aquí lo reproduzco.

La noche que la matamos

Una noche inspirada de junio te lo propuse sin que te dieras cuenta. Llevaba meses mirándote e imaginando como sería estar cara a cara para ofrecerte ésto. Quería ser sutil para no asustarte, pero era demasiado trabajo para mis propios miedos.
Esa noche, menos mal, la suerte estuvo de mi lado y todo pasó muy rápido. De repente me encontré sobre tus ojos y aguantándote la mirada.
Semejante sociedad criminal merecía nacer así de intempestiva y al amparo de los primeros fríos del invierno. Las palabras, letra por letra, fluyeron como nunca y llegaron exactamente adonde yo quería que llegaran. Te convencieron, te gustaron y te halagaron. En ése orden. Sí, me dijiste de manera nada consciente, estabas lista para ayudarme a cargar con todo ese peso. Juntos, o, más bien con tu ayuda, yo estaba pronto para tomar el hacha y cortar con furia para matar de una vez a esa vieja hija de puta y castradora que es la palabra imposible. Palabra bastarda, sin identidad propia, parasitaria de otra mucho más humana y activa.
La amputación fue todo un éxito, nos dijimos con la mirada. La dividimos y sangró poco, porque ni ese fluido le corre por dentro a esa palabra de mierda. Nos reímos de todo y de todos. Lo festejamos mucho, pero sin saber que era un triunfo pasajero. Por un momento creímos, o me hiciste creer, que la misión estaba cumplida.
Unos minutos después, aún con la incredulidad en cada yema de mis dedos, te estaba recorriendo de norte a sur. Nos cominos los cuerpos para no dejar rastros: el tuyo, el mío y el de ella, letra por letra, con una copa de vino tinto. Esa noche, el mundo fue un lugar inigualable.