domingo, julio 18, 2010

Ejercitando memoria y sentires


Hoy se cumplen 16 años del atentado a la AMIA. No voy a escribir nada demasiado serio, como ya es norma en este blog. Además, ya bastante tinta ha corrido por todos los diarios de hoy.
La verdad es que solamente quería dejar unas líneas para hacer un pequeño trabajo de memoria personal como es recordar como viví “ese día” en que ocurrió el atentado. Y digo, sugiero, muy tímidamente, que me parece un buen ejercicio que deberíamos hacer todos como toma de conciencia, por muy trillado, formal, o cargado de solemnidad que parezca el pedido. Recordar esa fecha, ese día, nuestro día, hasta en sus más frívolos detalles y ponerlos en relación con hechos de la historia como éste y tantos otros que vivamos.
Estoy seguro que trazar ese paralelismo es una de las cosas más positivas que podemos hacer y que, además, está al alcance de cualquiera.
Por mi lado, recuerdo que me desperté esa mañana con mucho sueño. Me levantó mi madre porque teníamos que ir a recorrer inmobiliarias. Estábamos viviendo momentáneamente en un departamento en pleno centro, en Paraná y Corrientes. El 18 de julio de 1994 yo tenía 14 años. Hacía pocos días que había regresado con mis padres luego de vivir unos meses en Junín.
El día era de un sol increíble, aunque frío. Mientras desayunábamos escuchamos por la radio la información sobre una “explosión” en la AMIA (¡aún no teníamos Cable!), que estaba relativamente cerca de donde estábamos. Tal vez por la inexperiencia en estos temas (no estábamos en el país cuando lo de la embajada de Israel) y por la tendencia a no pensar lo peor, es que no le dimos a la noticia la trascendencia que realmente tenía.
Salimos a la calle y tomamos un taxi por Sarmiento y fuimos hasta Medrano. Caminando por Medrano ya tuvimos la primera señal: las sirenas no paraban de sonar y Corrientes ya se había convertido en un desfile de patrulleros, ambulancias y carros de bomberos. Todos comenzamos a intraquilizarnos, mis padres, yo y la gente con la que hablábamos en las inmobiliarias. El ruido de las sirenas no dejaba ni siquiera oírse al hablar.
En parte la inocencia, en parte la falta de información propia de aquellos tiempos comunicacionales, caímos luego y sin querer, prácticamente al lugar del que comenzaba hablar toda la Argentina y a ver imágenes y sensaciones que yo, al menos, no olvidaré nunca. La siguiente parada, sobre las 11 de la mañana más o menos, fue la estación Pasteur de la línea B de subtes. Allí, en Pasteur y Corrientes era la siguiente reunión que tenían mis padres. A dos cuadras de la AMIA.
Hasta el día de hoy, y creo que por siempre, recordaré cuando asomé a aquella esquina. Cientos de personas sobre Corrientes miraban hacia Pasteur al 600. Muchos corrían, todos se miraban, la mayoría gritaban. Todos tenían pánico. Corrientes estaba cortada y por ella desfilaban a altísima velocidad los carros de bomberos con sus horribles sirenas roncas. Doblaban ciegos por Pasteur y había que correrse o tirarse al costado para no ser atropellado. Mi primera reacción fue agarrar de la mano a mi madre y desear cruzar de una vez esa avenida que me alejara del ruido, los gritos, la angustia y la desesperación que jamás había visto en mis 14 años. Todo un mundo de seguridad que significaban los adultos trocó para mi en incertidumbre y endeblez.
Cruzar esa avenida y entrar a un edificio a salvo de esa esquina fue de alguna manera volver a la vida tal y cual la conocía.
Jamás volví a ver tanto miedo, angustia y desesperación. Solamente experimenté algo similar mucho años después, el día que me paré ante los 7 metros del Guernica de Picasso. Y hoy, por supuesto.

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