sábado, julio 31, 2010

Ser o no ser... taurino.


Una de las peores cosas que le puede pasar a un Periodista –que es lo que soy al fin y al cabo- es comenzar a escribir algo, aunque más no sean estas hojitas incoherentes de blog, y no tener una opinión formada sobre el asunto a exponer. Dicho esto último mando un saludo a todos mis colegas y envío, como es costumbre al menos en este espacio, a cagar a la Academia y sus formas. Les cuento, entonces, que lo que me genera cierta contradicción, es haber leído por estos días sobre la prohibición de las corridas de toros en Cataluña. Sé muy bien que es un temita pesado que despierta muchas pasiones no sólo en España sino en todos lados y es muy raro que el común de la gente no tenga una opinión formada al respecto.
Como alguno de ustedes sabrá, el año pasado tuve la suerte de estar unos días en Sevilla. Limitado por la magra economía de joven viajero me ví en la disyuntiva de tener que elegir que evento presenciar en la ciudad de las dos variantes que se ofrecían más atractivas: por un lado la jornada de toros y por el otro un espectáculo de flamenco en algún tablao. Considerando que había visto algunas cosas callejeras de flamenco y que el repiqueteo sobre un piso de madera de una vecina escuela de bailaores no me dejaba dormir por las noches… es que opté por los toros. Aquí les voy a contar esa experiencia que tan dubitativo me ha dejado.
Llegué a la Plaza de La Maestranza sobre la tardecita de un sábado con más de 40 grados de calor y con un sol que, como diría Sabina “hacía hervir el ruedo”. Obligaba a todos, ricos y pobres, a comprarse un sombrero cordobés para no morir insolados.
Lo primero que impresiona al entrar en una Plaza es el tamaño del ruedo. Mucho más grande lo que uno imagina. En las tribunas y tendidos , y ésto es más coherente con los prejuicios, se acomoda en su mayoría gente grande. Vestidos ellos con colores claros por el calor. Las señoras, mientras tanto y, casi de manera coreográfica, revolean el abanico durante las tres corridas que conforman una jornada que puede durar hasta seis horas.
Allí todo comienza cuando una banda de músicos hace sonar trompetas, trombones y bombos. Lo curioso de esto es que también “musicalizan” algunos momentos de tensión, suspenso o victoria durante la corrida. Una especie de desfile de caballos con tipos curiosamente vestidos y una considerable cantidad de toreros ingresan llevando a cabo una lenta y pintoresca liturgia.
La acción empieza cuando entra el toro corriendo. El torero enfundado en la vestimenta imaginada lo espera enarbolando cancheramente el manto.
En este punto es donde me gustaría detenerme. La relación toro-torero es una de las cosas más hermosas que he visto en mi vida. Toda La Plaza permanece en silencio mientras esa bestia de más de 500 kilos y aquel hombre se miran fijamente. El torero le habla constantemente al animal y ambos se mueven muy lento, casi bailando una especie de vals. Esos silencios, donde reina la voz del torero son eternos hasta que las gradas comienzan a impacientarse por la demora de algún desenlace.
Un intento de embestida del toro rompe el silencio. Si el hombre del manto, mediante alguna destreza de su brazo logra que la bestia pase elegantemente de largo el público dará su aprobación. Algunos emitirán algún “ole”. Otros les chistarán a esos para que se callen (para mi fue una sorpresa que me dejó sin animarme a largar mi modesto ole). Por el contrario, si el toro salta o si salta y cae de bruces lo abuchearán.
El ejercicio de torero, imagino, requiere de una buena dosis de masculinidad, aunque moderada, como todo. Si a este personaje en algún momento se le complica por la brevedad del toro, otros hombres, manto en mano, ubicados estratégicamente por todo el círculo detrás de una maderas, lo auxiliarán en maniobras de distracción para evitar el acoso del bicho. También un caballo montado y convenientemente protegido entrará de ser necesario a distraer y puede sentirse en el silencio la cornamenta del toro chocar contra la protección del equino.
Es realmente escalofriante esa escena porque uno toma conciencia del poder de daño de esos cuernos y a la distancia todos sufren por el caballo haciendo con la boca el clásico ruidito aspirando de “sssssssss”.
Hasta ese momento, digamos, es que uno sería un perfecto taurino, encantado de la elegante gimnasia del torero y su comunicación casi telepática con el animal y sus danzas sin fin sazonadas de suspensos.
El problema para los que somos impresionables viene al final. La muerte del toro también quedará grabada en mi como una de las cosas mas horribles que he visto.
Luego de agonizar de pie por un buen rato, con dos o tres banderillas clavas sobre el lomo sangrante, el animal se arrodillará para morir e inmediatamente caerá rígido sobre uno de los costados para estirar sus cuatro patas al mismo tiempo. En medio de los aplausos, si la grada está conforme y así lo exige, le cortarán alguna oreja y la cola.
Esta horrible escena se completa cuando, enganchado de un caballo y seguido por un grupo de jóvenes, se lo llevan del ruedo al trote arrastrado por la cola o lo que queda de ella. Puede verse después, sobre la arena, la marca de esa salida.
Sé que el clima de esta nota termina de la peor manera. Intenté describirlo cronológicamente para dar una imagen un poco más vivida de lo que fue una jornada de toros para este argentino totalmente ignorante en la materia que no puede tomar una postura al respecto si hubiera que estar a favor o en contra de esto. Me parecen muy razonables aquellos que lo defienden desde lo cultural como también aquellos que están en defensa de los animales.
En lo personal sólo puedo contar con esta experiencia para intentar abrir algún tipo de juicio. Y lo real es que me pesan desde lo argumental y sentimental tanto la primera como la segunda parte de este texto, lo que hace más difícil aún plantarse en una opinión de esas que se llaman ahora “formadas”.
Si lo llego a definir les aviso o les cuento.


Foto:la saqué esa tarde

2 comentarios:

Unknown dijo...

Qué raro de mí no tener una opinión...
Pero me quedo con la visión coliseaca (palabra que acabo de inventar), de la danza... del arte en movimiento en los cuerpos... de tu propia visión romántica del asunto...
Con esto no quiero decir que estoy de acuerdo con la muerte del toro... y menos de su tortura... sino que da para pensar que tantas culturas están apoyadas sobre costumbres del "sufrimiento ajeno"... y quizá es esto lo que se debería dejar de lado, y quedarnos con esa danza de cuerpos... con ese arte del movimiento.

Diego. dijo...

Creo que en tus pocas líneas lograste descifrar muy bien lo que pienso, que esta vez coincide con tu opinión.
Realmente muy bueno, chiqui.